TIEMPO NUEVO - CANAL 11 TELEFE - 1995
ENTREVISTA A MARIO EDUARDO FIRMENICH
Bernardo Neustadt: Le pido al señor Mario Firmenich que nos diga lo que piensa de lo que hizo y de lo que quiere hacer, si es que quiere conseguir el futuro.
Mario Firmenich: Yo en primer lugar le agradezco, señor Bernardo Neustadt, su invitación. Quiero aclararle que he preferido leer lo que voy a decir, por respeto al tema, al dolor que hay sobre el tema, a la exactitud que es preferible tener en esto, que es más que un primer paso. Seguramente habrá segundos, terceros pasos en este camino; pero en este primer paso he preferido ser lo más preciso posible. Si me permite, me dirijo a todos mis compatriotas y a todos los habitantes de esta tierra, asumiendo una vez más la responsabilidad política por todo lo actuado por los militares montoneros, porque así lo exige la necesidad social de esta hora. Pero ya no es tiempo de clandestinidad para nadie ni existen los mandatos de otra época. Cumplo, pues, con mi deber en función de la historia y espero que cada montonero, comparta o no mis palabras, asuma sus propias responsabilidades ante la sociedad toda. Después de diez años de democracia, de transición, llegó la hora de la verdad para los argentinos. El general Balza tuvo el coraje de asumir una autocrítica que le correspondía a Videla. Y tendió una mano de paz y reconciliación con la verdad, con la sociedad de hoy y con sus antiguos adversarios. Los montoneros ya habíamos hecho nuestra autocrítica y nuestros aportes a la reconciliación y a la pacificación en forma escrita, pública y en la práctica cotidiana. Quizá no fue debidamente escuchada. Hoy vengo a reiterarla, aceptando la mano tendida, con buena voluntad, por el señor general Balza, y tendiendo a la vez mi propia mano. Cuando fuimos acorralados, política y policialmente, cuando la Triple A nos masacraba tras la muerte del general Perón, cometimos el error madre de pasar a la clandestinidad y retomar la lucha armada, pese a que no existía para eso la legitimidad que otorga el consenso de las mayorías. Políticamente el error fue de naturaleza ideologista y militarista. Espiritualmente, fue un pecado de falta de esperanza que nos llevó a una decisión desesperada. Más tarde, ante la evidencia de aberraciones de lesa humanidad contra familiares amigos y compañeros, seguramente no fuimos capaces de luchar cumpliendo el precepto cristiano que nos manda a amar a nuestros enemigos. De haberlo hecho, se habrían evitado numerosos daños completamente ajenos a la justicia pretendida. Pero tenemos la obligación de decir, también, que nosotros no tenemos que arrepentirnos por haber desaparecido a nadie ni por haber torturado a nadie para obtener información, ni por haber violado ninguna mujer. Ni por haberle robado ningún hijo a nadie, ni por haber empleado a nadie, ni por haber arrojado vivo al mar a nadie. Debemos reiterar que también han sido falsas las imputaciones realizadas con ánimo de desprestigio, como parte del enfrentamiento, sobre inexistentes vinculaciones espurias con el enemigo y sobre algunos atentados ajenos a nuestra participación. Cabe, no obstante, reiterar aquí nuestra autocrítica por haber celebrado ingenuamente algunos atentados contra adversarios, aun sin saber certeramente su procedencia. Por otra parte no es cristiano celebrar la muerte de ni del peor enemigo. Es hora de clarificar, también, que no tenemos responsabilidad en lo actuado por otras organizaciones armadas de izquierda, que se pusieron a la salida electoral de 1973 y que continuaron e intensificaron absurdamente su accionar guerrillero con tomas de cuarteles de ejército durante el gobierno de Cámpora y Perón, intentando luego la instauración de una zona liberada en Tucumán. Los argentinos producimos una guerra civil embozada desde 1955 en adelante. Nosotros no empezamos la violencia en la Argentina. Nosotros fuimos la generación que nació, creció y se educó durante ese proceso histórico. Sufrimos los bombardeos a la población civil, la derogación por bando militar de la Constitución Nacional, los fusilamientos sin juicio previo, la proscripción política por décadas. Todo ese tanto con gobiernos civiles radicales como con dictaduras militares. El derecho de resistencia a la opresión por todos los medios fue legitimado universalmente tanto en el derecho constitucional como en las encíclicas papales. Los peronistas y nuestro líder entendimos que nos asistía este derecho. Nosotros, la Juventud Periodista, tuvimos la osadía y el coraje de ponerlo en práctica, al precio de sacrificar nuestras incipientes vidas. Pero no fuimos sólo los montoneros ni solamente los jóvenes peronistas. Con muy variadas formas de militancia, fue toda nuestra generación. Valiosísimos talentos en todas las ramas del pensamiento y del trabajo. Vocaciones profundas y brillantes de médicos, sacerdotes, poetas, matriceros, científicos, técnicos, músicos y todas cuantas el ser humano es capaz de hacer, fueron generosamente sacrificadas por una lucha que se nos imponía como deber moral, solidario, con la patria y con los más débiles. En un país que era injusto y sin destino. Ellos son nuestros mejores amigos y compañeros que ya no tenemos, es preciso decir que nos avergüenza ante el mundo la hipocresía de sostener que tanta inteligencia y capacidad humana fueron arrastradas de las narices de un trágico final falsamente explicado por una teoría de los demonios. En agosto de 1975 Videla, Massera y Agosti definieron a su favor la lucha contra los militares antigolpistas, que efectivamente los hubo, pero fueron destituidos o relegados a funciones sin poder, e inclusive eliminados violentamente. Iniciado el Proceso de Reorganización Nacional, la masa de la sociedad argentina se dividió entre los que dieron su consenso a la eliminación por cualquier medio de la llamada subversión y los que, aterrorizados, optaron por no ver, no oír, no saber, no meterse. Todo el dolor nacional fue posible por una cultura política totalitaria y militarista, de la que todos hemos formado parte. Vivíamos en un país donde la mayoría no tenía derecho a gobernar, las minorías no tenían derecho a existir, los militares eran la reserva moral y política de la patria. La justicia social era el derecho de la demagogia. El poder judicial era auxilio formal del poder político, la Constitución Nacional no existía, la violencia política era siempre legítima, las Fuerzas Armadas eran el partido militar de las minorías económicas dominantes. La mentira y la difamación pública eran el componente normal del discurso político contra los peronistas, el trasfondo era la incompatibilidad a muerte entre la patria oligárquica, la patria peronista, la patria gorila, la patria corporativa, la patria socialista, la patria sindical y la patria financiera. No existía un proyecto de país para todos con reglas de juego compartidas. Cada víctima del enfrentamiento tenía sus familiares y amigos íntimos. Naturalmente para ninguno de estos valían argumentos de tipo político. El dolor de lo irreparable no admite esas razones, el amor a los seres queridos resultó más fuerte que las ideologías. Hoy podemos hablar de la reconciliación nacional y la pacificación definitiva porque en un estado democrático, de plena vigencia de todos los derechos y garantías de una Constitución con respaldo unánime, la violencia política no tiene ningún sentido ni ninguna legitimidad. Pero no se trata de la reconciliación de torturadores y torturados, se trata de la reconciliación social y política en una cultura pluralista, que entre todos hemos ido construyendo durante los once años de transición democrática. La reconciliación se consolida con la verdad histórica y con la autocrítica nacional. Ese es el valor trascendente del primer paso dado por el general Balza, cuyos alcances se deben a que supera el mero hecho individual para ser un hecho institucional. Hecho institucional con todo el respaldo político del comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, que gracias a Dios en la democracia es el presidente constitucional, hoy es el doctor Carlos Menem, quien además ha exhortado a todas las fuerzas a seguir por ese mismo camino. Todos debemos colaborar con esa actitud, no lograremos coincidir fácilmente sobre los juicios de valor, como no lo hemos logrado hasta ahora sobre Rosas y Sarmiento; pero lo importante es que reconozcamos verazmente los hechos ocurridos y que aceptemos todo nuestro grado particular de responsabilidad. Todos debemos tender nuestra mano abierta, ni las mentiras, ni los chivos expiatorios, ni los rencores, nos darán la otra estabilidad, la paz, porque la hora de la paz es la hora de la verdad.
Neustadt: Esos jóvenes, de dieciocho a veinticuatro años, que van a votar por primera vez en la República no tienen idea de quien es este señor, de lo que pasó en la Argentina, de la sangre derramada. Ni idea. Y van a votar por primera vez: son dos millones. Entonces le dije: yo quisiera ver a sus padres en el estudio, él tiene setenta y ocho años, su madre tiene setenta y dos. Yo quiero ver a su mujer y sus hijos en el estudio. María Inés tiene diecinueve años, Mario tiene dieciocho, Facundo José tiene once, Jorge Agustín tiene ocho y Santiago Ramón tiene seis. Y su mujer se llama María Elpidia Martínez Agüero. Este, insisto, no es un show de televisión, si no lo hubiéramos hecho con otra presentación, la gente en la calle, los periodistas aquí en este estudio. Esto está grabado porque no busco el escándalo. De un lado hay una mano tendida y del otro una mano que se da. Yo quiero cerrar mi ciclo profesional, de algún modo, alcanzando lo que no pude alcanzar en mi vida. Yo me pasé cincuenta años viendo esto, cincuenta años que vi la muerte, el dolor, la angustia, el horror, el error, medio país sin poder votar, medio país silenciado tal vez en otra época. Y sin parar nunca. Si usted me permite le quisiera hacer tres preguntas nada más. Cuando usted dice arrastrado de las narices, usted como líder de un grupo que un día pasó a la clandestinidad y decidió que el camino estaba oscuro y que la consigna en el fondo era morir o matar o matar o morir, ¿usted también arrastró de las narices a jóvenes?
Firmenich: Justamente por eso me refería... no, no los arrastré de las narices, los representé, nuestras decisiones fueron colegiadas.
Neustadt: ¿Lo volvería a hacer?
Firmenich: No, he comprendido que es un error.
Neustadt: Y la última sería que usted decía que ustedes no hicieron desaparecer gente, no tiraron seres vivos al mar. Hoy tenemos una Argentina donde un señor se presenta en televisión y dice: "tiré treinta personas al mar", y para algunas organizaciones es un héroe. Es un asesino. Es como si Eichmann se hubiera arrepentido de la cámara de gas y dijera en la televisión: "estoy arrepentido de eso", y contara lo que hizo, y la comunidad judía dijera: "¡qué héroe!". Le pregunto: dentro de eso que ustedes no hicieron, el secuestro del general Aramburu, ¿cómo lo vive usted? Es decir, eso fue un secuestro, ese fue un hombre que intentó ser vejado, después de ser asesinado. Ustedes mismos asumieron que lo habían hecho.
Firmenich: No, no lo hemos vejado, lo hemos respetado hasta el extremo de -como inclusive lo he relatado en alguna ocasión- sin tener necesidad en un hombre que está por morir, evitar que se tropiece con los cordones de sus zapatos, porque estaba él maniatado. No, lo hemos respetado e inclusive públicamente hemos orado por él. Y también ahí aprendí que no había que odiar al enemigo.
Neustadt: Pero lo asesinaron.
Firmenich: Fue un acto que no decidimos nosotros, lo decidió el pueblo. Estaba decidido por el pueblo, y esto es en todo caso lo triste, porque no podemos hablar de esta situación sin hablar de los bombardeos a Plaza de Mayo, sin hablar del fusilamiento del general Valle.
Neustadt: ¿Le puedo pedir un favor? Nunca más represente al pueblo así. Le pido por favor.
Firmenich: Yo también desearía que el pueblo nunca más tuviera necesidad de venganza, que fue lo que hubo. Ojalá no necesitemos nunca más venganza, nadie. Ojalá -usted lo mencionó al principio, lo hablamos el otro día, en algún momento fuimos enemigos- no seamos nunca más enemigos.
Bernardo Neustadt: Le pido al señor Mario Firmenich que nos diga lo que piensa de lo que hizo y de lo que quiere hacer, si es que quiere conseguir el futuro.
Mario Firmenich: Yo en primer lugar le agradezco, señor Bernardo Neustadt, su invitación. Quiero aclararle que he preferido leer lo que voy a decir, por respeto al tema, al dolor que hay sobre el tema, a la exactitud que es preferible tener en esto, que es más que un primer paso. Seguramente habrá segundos, terceros pasos en este camino; pero en este primer paso he preferido ser lo más preciso posible. Si me permite, me dirijo a todos mis compatriotas y a todos los habitantes de esta tierra, asumiendo una vez más la responsabilidad política por todo lo actuado por los militares montoneros, porque así lo exige la necesidad social de esta hora. Pero ya no es tiempo de clandestinidad para nadie ni existen los mandatos de otra época. Cumplo, pues, con mi deber en función de la historia y espero que cada montonero, comparta o no mis palabras, asuma sus propias responsabilidades ante la sociedad toda. Después de diez años de democracia, de transición, llegó la hora de la verdad para los argentinos. El general Balza tuvo el coraje de asumir una autocrítica que le correspondía a Videla. Y tendió una mano de paz y reconciliación con la verdad, con la sociedad de hoy y con sus antiguos adversarios. Los montoneros ya habíamos hecho nuestra autocrítica y nuestros aportes a la reconciliación y a la pacificación en forma escrita, pública y en la práctica cotidiana. Quizá no fue debidamente escuchada. Hoy vengo a reiterarla, aceptando la mano tendida, con buena voluntad, por el señor general Balza, y tendiendo a la vez mi propia mano. Cuando fuimos acorralados, política y policialmente, cuando la Triple A nos masacraba tras la muerte del general Perón, cometimos el error madre de pasar a la clandestinidad y retomar la lucha armada, pese a que no existía para eso la legitimidad que otorga el consenso de las mayorías. Políticamente el error fue de naturaleza ideologista y militarista. Espiritualmente, fue un pecado de falta de esperanza que nos llevó a una decisión desesperada. Más tarde, ante la evidencia de aberraciones de lesa humanidad contra familiares amigos y compañeros, seguramente no fuimos capaces de luchar cumpliendo el precepto cristiano que nos manda a amar a nuestros enemigos. De haberlo hecho, se habrían evitado numerosos daños completamente ajenos a la justicia pretendida. Pero tenemos la obligación de decir, también, que nosotros no tenemos que arrepentirnos por haber desaparecido a nadie ni por haber torturado a nadie para obtener información, ni por haber violado ninguna mujer. Ni por haberle robado ningún hijo a nadie, ni por haber empleado a nadie, ni por haber arrojado vivo al mar a nadie. Debemos reiterar que también han sido falsas las imputaciones realizadas con ánimo de desprestigio, como parte del enfrentamiento, sobre inexistentes vinculaciones espurias con el enemigo y sobre algunos atentados ajenos a nuestra participación. Cabe, no obstante, reiterar aquí nuestra autocrítica por haber celebrado ingenuamente algunos atentados contra adversarios, aun sin saber certeramente su procedencia. Por otra parte no es cristiano celebrar la muerte de ni del peor enemigo. Es hora de clarificar, también, que no tenemos responsabilidad en lo actuado por otras organizaciones armadas de izquierda, que se pusieron a la salida electoral de 1973 y que continuaron e intensificaron absurdamente su accionar guerrillero con tomas de cuarteles de ejército durante el gobierno de Cámpora y Perón, intentando luego la instauración de una zona liberada en Tucumán. Los argentinos producimos una guerra civil embozada desde 1955 en adelante. Nosotros no empezamos la violencia en la Argentina. Nosotros fuimos la generación que nació, creció y se educó durante ese proceso histórico. Sufrimos los bombardeos a la población civil, la derogación por bando militar de la Constitución Nacional, los fusilamientos sin juicio previo, la proscripción política por décadas. Todo ese tanto con gobiernos civiles radicales como con dictaduras militares. El derecho de resistencia a la opresión por todos los medios fue legitimado universalmente tanto en el derecho constitucional como en las encíclicas papales. Los peronistas y nuestro líder entendimos que nos asistía este derecho. Nosotros, la Juventud Periodista, tuvimos la osadía y el coraje de ponerlo en práctica, al precio de sacrificar nuestras incipientes vidas. Pero no fuimos sólo los montoneros ni solamente los jóvenes peronistas. Con muy variadas formas de militancia, fue toda nuestra generación. Valiosísimos talentos en todas las ramas del pensamiento y del trabajo. Vocaciones profundas y brillantes de médicos, sacerdotes, poetas, matriceros, científicos, técnicos, músicos y todas cuantas el ser humano es capaz de hacer, fueron generosamente sacrificadas por una lucha que se nos imponía como deber moral, solidario, con la patria y con los más débiles. En un país que era injusto y sin destino. Ellos son nuestros mejores amigos y compañeros que ya no tenemos, es preciso decir que nos avergüenza ante el mundo la hipocresía de sostener que tanta inteligencia y capacidad humana fueron arrastradas de las narices de un trágico final falsamente explicado por una teoría de los demonios. En agosto de 1975 Videla, Massera y Agosti definieron a su favor la lucha contra los militares antigolpistas, que efectivamente los hubo, pero fueron destituidos o relegados a funciones sin poder, e inclusive eliminados violentamente. Iniciado el Proceso de Reorganización Nacional, la masa de la sociedad argentina se dividió entre los que dieron su consenso a la eliminación por cualquier medio de la llamada subversión y los que, aterrorizados, optaron por no ver, no oír, no saber, no meterse. Todo el dolor nacional fue posible por una cultura política totalitaria y militarista, de la que todos hemos formado parte. Vivíamos en un país donde la mayoría no tenía derecho a gobernar, las minorías no tenían derecho a existir, los militares eran la reserva moral y política de la patria. La justicia social era el derecho de la demagogia. El poder judicial era auxilio formal del poder político, la Constitución Nacional no existía, la violencia política era siempre legítima, las Fuerzas Armadas eran el partido militar de las minorías económicas dominantes. La mentira y la difamación pública eran el componente normal del discurso político contra los peronistas, el trasfondo era la incompatibilidad a muerte entre la patria oligárquica, la patria peronista, la patria gorila, la patria corporativa, la patria socialista, la patria sindical y la patria financiera. No existía un proyecto de país para todos con reglas de juego compartidas. Cada víctima del enfrentamiento tenía sus familiares y amigos íntimos. Naturalmente para ninguno de estos valían argumentos de tipo político. El dolor de lo irreparable no admite esas razones, el amor a los seres queridos resultó más fuerte que las ideologías. Hoy podemos hablar de la reconciliación nacional y la pacificación definitiva porque en un estado democrático, de plena vigencia de todos los derechos y garantías de una Constitución con respaldo unánime, la violencia política no tiene ningún sentido ni ninguna legitimidad. Pero no se trata de la reconciliación de torturadores y torturados, se trata de la reconciliación social y política en una cultura pluralista, que entre todos hemos ido construyendo durante los once años de transición democrática. La reconciliación se consolida con la verdad histórica y con la autocrítica nacional. Ese es el valor trascendente del primer paso dado por el general Balza, cuyos alcances se deben a que supera el mero hecho individual para ser un hecho institucional. Hecho institucional con todo el respaldo político del comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, que gracias a Dios en la democracia es el presidente constitucional, hoy es el doctor Carlos Menem, quien además ha exhortado a todas las fuerzas a seguir por ese mismo camino. Todos debemos colaborar con esa actitud, no lograremos coincidir fácilmente sobre los juicios de valor, como no lo hemos logrado hasta ahora sobre Rosas y Sarmiento; pero lo importante es que reconozcamos verazmente los hechos ocurridos y que aceptemos todo nuestro grado particular de responsabilidad. Todos debemos tender nuestra mano abierta, ni las mentiras, ni los chivos expiatorios, ni los rencores, nos darán la otra estabilidad, la paz, porque la hora de la paz es la hora de la verdad.
Neustadt: Esos jóvenes, de dieciocho a veinticuatro años, que van a votar por primera vez en la República no tienen idea de quien es este señor, de lo que pasó en la Argentina, de la sangre derramada. Ni idea. Y van a votar por primera vez: son dos millones. Entonces le dije: yo quisiera ver a sus padres en el estudio, él tiene setenta y ocho años, su madre tiene setenta y dos. Yo quiero ver a su mujer y sus hijos en el estudio. María Inés tiene diecinueve años, Mario tiene dieciocho, Facundo José tiene once, Jorge Agustín tiene ocho y Santiago Ramón tiene seis. Y su mujer se llama María Elpidia Martínez Agüero. Este, insisto, no es un show de televisión, si no lo hubiéramos hecho con otra presentación, la gente en la calle, los periodistas aquí en este estudio. Esto está grabado porque no busco el escándalo. De un lado hay una mano tendida y del otro una mano que se da. Yo quiero cerrar mi ciclo profesional, de algún modo, alcanzando lo que no pude alcanzar en mi vida. Yo me pasé cincuenta años viendo esto, cincuenta años que vi la muerte, el dolor, la angustia, el horror, el error, medio país sin poder votar, medio país silenciado tal vez en otra época. Y sin parar nunca. Si usted me permite le quisiera hacer tres preguntas nada más. Cuando usted dice arrastrado de las narices, usted como líder de un grupo que un día pasó a la clandestinidad y decidió que el camino estaba oscuro y que la consigna en el fondo era morir o matar o matar o morir, ¿usted también arrastró de las narices a jóvenes?
Firmenich: Justamente por eso me refería... no, no los arrastré de las narices, los representé, nuestras decisiones fueron colegiadas.
Neustadt: ¿Lo volvería a hacer?
Firmenich: No, he comprendido que es un error.
Neustadt: Y la última sería que usted decía que ustedes no hicieron desaparecer gente, no tiraron seres vivos al mar. Hoy tenemos una Argentina donde un señor se presenta en televisión y dice: "tiré treinta personas al mar", y para algunas organizaciones es un héroe. Es un asesino. Es como si Eichmann se hubiera arrepentido de la cámara de gas y dijera en la televisión: "estoy arrepentido de eso", y contara lo que hizo, y la comunidad judía dijera: "¡qué héroe!". Le pregunto: dentro de eso que ustedes no hicieron, el secuestro del general Aramburu, ¿cómo lo vive usted? Es decir, eso fue un secuestro, ese fue un hombre que intentó ser vejado, después de ser asesinado. Ustedes mismos asumieron que lo habían hecho.
Firmenich: No, no lo hemos vejado, lo hemos respetado hasta el extremo de -como inclusive lo he relatado en alguna ocasión- sin tener necesidad en un hombre que está por morir, evitar que se tropiece con los cordones de sus zapatos, porque estaba él maniatado. No, lo hemos respetado e inclusive públicamente hemos orado por él. Y también ahí aprendí que no había que odiar al enemigo.
Neustadt: Pero lo asesinaron.
Firmenich: Fue un acto que no decidimos nosotros, lo decidió el pueblo. Estaba decidido por el pueblo, y esto es en todo caso lo triste, porque no podemos hablar de esta situación sin hablar de los bombardeos a Plaza de Mayo, sin hablar del fusilamiento del general Valle.
Neustadt: ¿Le puedo pedir un favor? Nunca más represente al pueblo así. Le pido por favor.
Firmenich: Yo también desearía que el pueblo nunca más tuviera necesidad de venganza, que fue lo que hubo. Ojalá no necesitemos nunca más venganza, nadie. Ojalá -usted lo mencionó al principio, lo hablamos el otro día, en algún momento fuimos enemigos- no seamos nunca más enemigos.
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